sábado, 2 de mayo de 2009

El Día de los Trabajadores

El primero de Mayo se conmemora el Día del Trabajador. Y se recuerda en todo el mundo en homenaje a todos los que lucharon para mejorar sus condiciones de trabajo, para humanizar la relación de semiesclavitud a que los condujo el advenimiento del sistema capitalista, en particular durante el siglo XIX y principios del XX, cuando el desarrollo de la tecnología, la Revolución Industrial y las ansias de ganancias desmesuradas de los dueños de las fábricas obligaban a jornadas de labor que se entendían a 18 horas.
Y particularmente se conmemora, no como jornada festiva precisamente, en recuerdo de un hecho particular ocurrido en los Estados Unidos: el ahorcamiento de cinco obreros de la ciudad de Chicago, producido el 11 de noviembre de 1887, por el delito de profesar ideas anarquistas y pedir una jornada de ocho horas de trabajo.
No se trata del Día del Trabajo, como erróneamente lo nombra el diario La Nación, en una nota especial escrita por el inefable Marcos Aguinis. Si se tratara del trabajo, habría que remontarse a muchos miles de años atrás, cuando el hombre abandona la recolección y la caza y empieza a utilizar los primeros instrumentos de trabajo para aumentar la producción de alimentos y mejorar sus condiciones de vida.

A fines del siglo XIX Chicago era una ciudad industrializada, que recibía a trabajadores rurales desocupados que iban a vivían a primitivas villas miseria, y a miles de inmigrantes europeos que escapaban de la explotación y de la miseria. Todos ellos constituirían el grueso del “proletariado” (así nombraban en la antigua Roma al ciudadano pobre, que únicamente con su prole podía contribuir al Estado), los obreros empleados en las grandes manufacturas.
Por entonces, la mayoría de los obreros estaba afiliado a la Noble Orden de los Caballeros del Trabajo, pero tenía más preponderancia política y gremial la American Federation of Labor (AFL), de origen anarquista.
En 1886, el presidente Andrew Johnson, como medida para combatir la desesperante desocupación, promulgó la llamada Ley Ingersoll, que establecía el máximo de ocho horas de trabajo diarias. Pero la ley no se cumplió y varios Estados la reglamentaron permitiendo jornadas de catorce a dieciocho horas. La AFL convocó a la huelga nacional para el 1º de mayo de 1886 en defensa del cumplimiento de la “Ley de las Ocho horas”. También se sumaron las organizaciones de la Unión Americana, no así la mayoritaria Noble Orden de los Caballeros del Trabajo.

Por supuesto, la gran prensa tomó partido por los poderosos, encabezada por el New York Times quien dijo: “Las huelgas para obligar al cumplimiento de las ocho horas pueden hacer mucho para paralizar nuestra industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad de nuestra nación, pero no lograrán su objetivo”. Todos ellos señalaban a los trabajadores como alborotadores, violentos, extranjeros y subversivos, y el Chicago Tribune, fue muy elocuente: “El plomo es el mejor alimento para los huelguistas... La prisión y los trabajos forzados son la única solución posible a la cuestión social. Es de esperar que su uso se extienda”.
El 1° de mayo de 1886 cientos de miles de obreros iniciaron la huelga en todo el país. En Chicago, en la fábrica McCormick, surgieron algunas fricciones que generaron violencia entre los trabajadores que se negaban a entrar a trabajar y la policía local; la fuerza pública acometió con armas de fuego contra los obreros, lo que dejó como resultado numerosos heridos y varios muertos. En esa misma ciudad, los obreros habían conseguido un permiso para hacer un acto a las 19.30 en el parque Haymarket. A las 21.30 el alcalde Harrison, quien estuvo presente en el acto para garantizar la seguridad de los obreros, lo dio por terminado, pero los más de veinte mil obreros prosiguieron su acto. El inspector de la policía John Bonfield consideró que no debía permitir que los obreros siguieran en ese lugar, y junto a ciento ochenta policías uniformados avanzó hacia el parque y empezó a reprimir. De repente estalló entre los policías un artefacto explosivo que mató a un oficial de nombre Degan y produjo heridas en otros. La policía abrió fuego sobre la multitud, matando e hiriendo a un número desconocido de obreros. Se declaró el estado de sitio y el toque de queda, y en los días siguientes se detuvo a centenares de obreros, los que fueron torturados para que confesaran el asesinato del policía. Se realizaron allanamientos y se “descubrieron” escondites secretos con armas y municiones de todo tipo.

La prensa canalla, por supuesto, se sumó al terror del Estado: “¡A la horca los brutos asesinos, rufianes rojos, monstruos sanguinarios, fabricantes de bombas, gentuza que no son otra cosa que el rezago de Europa que buscó nuestras costas para abusar de nuestra hospitalidad y desafiar a la autoridad de nuestra nación, y que en todos estos años no han hecho otra cosa que proclamar doctrinas sediciosas y peligrosas!”. Continuaron las detenciones, y finalmente, el 21 de junio de 1886 se inició la causa contra treinta y un responsables, “sortearon” a los culpables (como diría Leonardo Sciascia en su “Contexto”) y redujeron el número a ocho. El juicio fue una farsa del principio al fin, sin garantías procesales de forma y de fondo, mientras la prensa hacía sensacionalismo urgiendo a ahorcar a los extranjeros (como ocurriría 40 años después con los italianos Sacco y Vanzetti). A pesar de no haberse probado nada en su contra, los ocho de Chicago fueron declarados culpables, tres de ellos fueron condenados a prisión y cinco a la horca.
Samuel Fielden (inglés, 39 años, pastor metodista y obrero textil, condenado a cadena perpetua); Oscar Neebe (estadounidense, 36 años, vendedor, condenado a 15 años de trabajos forzados); y Michael Swabb (alemán, 33 años, tipógrafo, condenado a cadena perpetua.
El 11 de noviembre de 1887, se consumó la ejecución de Georg Engel (alemán, 50 años, tipógrafo); Adolf Fischer (alemán, 30 años, periodista, quien dijo: “Solamente tengo que protestar contra la pena de muerte que me imponen porque no he cometido crimen alguno... pero si he de ser ahorcado por profesar mis ideas anarquistas, por mi amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, entonces no tengo inconveniente. Lo digo bien alto: dispongan de mi vida”); Albert Parsons (estadounidense, 39 años, periodista, aunque se probó que no estuvo presente en el lugar, se entregó para estar con sus compañeros y fue igualmente condenado); y Hessois Auguste Spies (alemán, 31 años, periodista). Louis Linng (alemán, 22 años, carpintero, para no ser ejecutado se suicidó en su celda).
A todos ellos se los recuerda desde entonces como “Los mártires de Chicago”.
Por esos años, no era Marcos Aguinis quien escribía en La Nación. Su enviado en Chicago era el patriota y escritor cubano José Martí, quien escribió en el diario el día del ahorcamiento: “...salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos. Abajo está la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro... Firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en el del Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita: “¡La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora!”. Les bajan las capuchas, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza espantable...”.

Finalmente los patrones accedieron a otorgar la jornada de ocho horas. Sin embargo, Estados Unidos, acompañado por Canadá, se niega a recordar el 1º de mayo, el día que se inició la huelga. Ellos el 1º de mayo celebran el Día de la Ley (Law Day). En esos países se otorgó a los trabajadores el primer lunes de septiembre, un día sin significado histórico, para celebrar su día (Labor Day). Una forma de tratar de borrar la memoria, que le dicen.

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