martes, 14 de abril de 2009

Los autos, un lastre que nos hunde…

Parece mentira que así sea, pero uno de los mayores problemas que tenemos los habitantes de las ciudades y sus alrededores es la cantidad de vehículos que circulan, estacionan y buscan lugar en nuestras calles.
Y no se trata de una causalidad ni de una cuestión local, no. La proliferación del transporte automotor fue creciendo con los años y ahora llegó a límites increíbles, no sólo aquí sino en todo el mundo, amenazando la tranquilidad, la salud y, fundamentalmente, la vida de los humanos.
No es exagerado, ya que, en primer lugar, los accidentes de tránsito, de acuerdo a las estadísticas más serias significan en la Argentina la principal causa de muerte de los menores de 45 años. Para los mayores, es la segunda, la primera es el accidente cardiovascular.
Por otra parte, no sólo es la contaminación producida por los motores lo que nos perjudica, sino que el combustible utilizado, cuando se extinga, se va a sustituir (si la locura humana avanza) por derivados de alimentos.
Nos matan los autos, nos contaminan, nos quitan el alimento. Y a pesar de todo se subsidia a las automotrices, para que millones de operarios puedan crear instrumentos de muerte, que aumentan la contaminación, las enfermedades y el hambre.
Hasta Obama propone, para superar la crisis, proteger la producción de automóviles para garantizar trabajo e impulsar el consumo.
Es que no importa lo que se produce, la cuestión es venderlo para aceitar el circuito.

En épocas de los Incas cuando el trabajo escaseaba, como la pereza era considerada un pecado, a los desocupados se los hacía juntar piojos, para mantenerlos activos, así se beneficiaba la salud pública y no se atentaba contra el planeta.

En nuestro país la invasión automotriz empezó en la década del ’50. Era la época en que empezaban a crecer a todo ritmo las grandes automotrices norteamericanas. Y la Argentina fue tentada para comprar. Las fábricas de neumáticos también presionaban, y a partir de 1958 nuestro país empezó a cambiar trenes por autos y camiones. Se cerraron kilómetros de vías con el cuento de que lo moderno era reemplazar los trenes limpios rápidos, por costosas carreteras (más difíciles de mantener que las vías) y por grandes camiones (más contaminantes y con menos capacidad de carga que un vagón de tren), promocionados en películas, revistas y TV.

Claro que hubo alertas. Si hasta el escritor norteamericano Ray Bradbury, en uno de sus cuentos de ciencia ficción de entonces, relata el fracaso de una triunfante invasión marciana, por una contra invasión de automóviles y puestos de ‘hot dogs’ que llevaron la muerte a las rutas marcianas y el decaimiento físico a sus habitantes.

El marketing hizo ver como bueno lo malo. Había que imitar a los que estaban primeros en el planeta y así, al ritmo del crecimiento de las automotrices y sus satélites, nos fuimos quedando sin capacidad de trabajo, sin vías de comunicación y con dificultades de abastecimiento.
De la mano del inefable Menem, en los ‘90 la red ferroviaria quedó prácticamente destruida y el transporte de carga se hizo cada vez más caro, lento y contaminante.
Hoy los autos nos invaden. Hasta en el transporte público cambiamos trenes, subtes y tranvías por peligrosos colectivos (la principal causa de accidentes en las ciudades) y por automovilistas que no recibieron educación vial y salen a matar, porque no creen que tienen un instrumento de trabajo o de comodidad entre sus manos, sino que están convencidos de que tienen poder y estatus manejando el coche más rápido e inútil, al ritmo de un celular siempre en funciones.
Ese pensamiento: ‘en mí y nada más que en mí’, ‘en llegar primero y en pasar antes’ y ‘en la obligación del otro de cedernos el paso’, ¿será el legado de los ‘70con la “bicicleta financiera”, el “por algo habrá sido” y el “hay que salvarse como sea”? O el de los ‘90, con el “uno a uno”, “déme dos” o “ramal que para, ramal que cierra”...

Hoy, totalmente desbordados por lo que no sabemos cómo arreglar, ¿pensamos soluciones?
A corto plazo no las hay. ¿Dejamos de importar o de fabricar coches? ¿Empezamos a corregir el retraso en vías férreas y fabricar locomotoras y vagones? ¿Nos dejarán los camioneros reemplazar el sistema de transporte de mercaderías por otro más conveniente? ¿Nos dejarán las empresas de transporte colectivo multiplicar las líneas de subterráneos por toda la capital hasta la periferia? ¿Podremos educar al ciudadano para el uso racional antes que el consumismo? ¿Revertiremos años de educación en el ‘qué me importa’ por una mirada puesta en el bienestar general?
Tal vez algún político pueda encontrar respuestas a estas preguntas, y en lugar de pelear en los medios con sus rivales presente un plan inteligente al que la mayoría podamos adherir.
Seguramente ése sea el nuevo héroe de estos días, y ésta, la utopía más improbable de las que podamos imaginar.

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