sábado, 28 de febrero de 2009

Prensa y democracia

En 1969, The Washington Post creó una categoría de editoriales titulados F.Y.I. (For Your Information: Para su información). El objetivo, según Philip L. Geyelin (uno de los editores del Post) no era sólo tener un espacio para admitir alguna equivocación. También buscaban: “examinarnos no solamente a nosotros mismos, sino a los medios informativos como un todo, tanto para alabar como para censurar, pero sobre todo con la intención de exponernos…”, explica.

Al año siguiente, cuenta, avanzaron en la misma dirección: “hacia la autocrítica de la prensa, por la prensa”, con comentarios del personal del diario y del público sobre el manejo y desempeño de los medios.

Una selección realizada de los artículos publicados en el prestigioso medio con esas premisas, hasta 1973, dio lugar a un libro que fue, durante muchos años, texto obligado de las escuelas de periodismo del mundo.

Esa colección de comentarios acerca del oficio periodístico, con críticas al trabajo propio y al ajeno, trataban sobre el problema de definir y manejar hechos, acerca de las trampas que se producen al emplear frases hechas, a la falta de discreción, al abuso de fuentes anónimas, a la discriminación en las noticias, acerca de la publicidad y los aspectos legales del periódico.

Todavía era una buena época para el periodismo norteamericano. Eran los tiempos de Watergate, y se lo ponía de ejemplo en el mundo. No se menoscababa la libertad de prensa por criticar el trabajo de los medios. Por el contrario, era una muestra de fortaleza democrática.

Y esa actitud dejó huella. Por ejemplo en el Libro de Estilo de El País en los ’80, se hacían públicas premisas de trabajo que fueron imitadas por otros medios del mundo.

Es verdad, ya estaba en marcha la concentración, ya las corporaciones empezaban a intervenir en los negocios de la prensa; faltaba poco para que los multimedios decidieran sobre lo que debían pensar sus lectores.

“Nunca una policía ‘tuvo que’ utilizar medios antidisturbios, sino que, simplemente, los utilizó”, les explicaba el diario español a sus periodistas. (Alguien puede imaginar eso en práctica en la Argentina de los setenta u ochenta).

“No se le puede hacer el vacío a un personaje sólo porque hayan tenido problemas para cubrir una noticia”, decía El País en su libro. “Se evitarán: ‘al parecer’, ‘podría’, ‘no se descarta’ (...) sólo sirven para introducir rumores”. Y agregaba: “…no resulta interesante conocer una opinión si no se sabe quien la avala.” No se debe escribir “según fuentes municipales”, por una gacetilla, sino “según informó la comuna”.

Poner en juego, en estos momentos en el país, algunas de estas reglas, necesarias para mantener la objetividad periodística, sería imposible. La TV, las radios y los periódicos conforman un instrumento de presión casi intolerable, y no permiten el espacio de la reflexión y el discernimiento. Creen que la repetición convence y obliga a consumir lo que sea: autos, yogures y figuras mediáticas. Lo que vale es vender, la verdadera libertad de elegir está en crisis.

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